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Foto del escritorJorge Peris

Un tren contra la prisa en Madagascar

En la cuarta isla más grande del mundo circula, a sólo 20 km/h, el expreso malgache, un vetusto ferrocarril que atraviesa la selva y recorre los 163 kilómetros que separan las ciudades de Fianarantsoa y Manakara en más de 12 horas.



La conocida frase “la paciencia es una virtud” adquiere un significado especial en Madagascar. En esta gigantesca isla de casi 590.000 kilómetros cuadrados -la cuarta más grande del mundo, tras Groenlandia, Nueva Guinea y Borneo- circula, en una de las cuatro vías férreas que todavía hay en funcionamiento, un vetusto tren que une las ciudades de Fianarantsoa, en pleno altiplano malgache, y la turística pero tranquila Manakara, en la costa este del país.


El conocido como ‘Tren de la selva’, el único ferrocarril de pasajeros que hay en Madagascar, no es apto para los impacientes: une los 163 kilómetros que separan las dos localidades en 12 horas como mínimo -el trayecto puede llegar a tardar hasta 24 horas-, en un viaje en el que se pasa por 16 municipios, se atraviesan 48 túneles y más de 60 puentes, se observan multitud de cascadas y está animado constantemente por los vendedores ambulantes de los pueblos, que se suben a los vagones en cada una de las 18 paradas que hay, buscando hacer algunos ariary extra (la moneda local).


Todos los martes y sábados sale de la estación central de Fianarantsoa, a eso de las 7:00 de la mañana -es puntual, en teoría-, el Fianarantsoa-Côte Est (FCE). Este expreso malgache fue construido entre 1927 y 1936 por los colonos franceses con materiales procedentes de Suiza y Alemania a fin de facilitar el acceso a la costa este del país y mejorar la exportación agrícola de esta fértil región.



Madagascar, separada del continente africano por el canal de Mozambique, fue invadida por las fuerzas francesas en 1883 y permaneció como territorio galo hasta mediados del siglo XX: en 1960, los malgaches declararon la independencia y celebraron sus primeras elecciones. Esta enorme isla está ubicada en un enclave estratégico. El nombre ‘Madagascar’ fue recogido por primera vez en las memorias de Marco Polo, en el siglo XIII, aunque muchos dicen que en ese libro -escribió Madageiscar en lugar de Madagascar- a lo que en realidad se refería el navegante veneciano era a la ciudad de Mogadiscio, la capital de Somalia.


El primer ferrocarril en tierra malgache fue ideado y construido por los franceses a comienzos del siglo XX: unieron las ciudades de Brickaville (ahora conocida como Ampasimanolotra) con la capital, Tananarive (ahora Antananarivo), en la que fue la primera vía férrea del sistema Tananarive-Côte Est (TCE), que tenía como objetivo llegar a la localidad de Toamasina, el puerto principal del país.


No fue hasta el año 1926 cuando se inició la construcción de la FCE, la vía Fianarantsoa-Manakara, el único tramo aislado de los otros tres existentes en el país. En sus mejores años, el FCE contaba con dos locomotoras, hacía el trayecto entre Fianarantsoa y Manakara cinco veces a la semana y transportaba anualmente 150.000 pasajeros y 20.000 toneladas de carga entre las dos ciudades.


Sin embargo, la inestabilidad política en el país y las continuas crisis económicas sufridas desde entonces han dejado sin apenas inversión al ‘tren de la selva’: sólo así se explica el decadente estado de la locomotora y los vagones y los interminables retrasos que sufre el ferrocarril en cada trayecto.


Primera clase, segunda clase y vagón mercancías


El viaje, según asegura Madarail (Madagascar Railways), la empresa privada encargada de gestionar el FCE, se demora entre 10 y 12 horas si no ocurre ningún impedimento y si las paradas son breves. Pero la duración del trayecto es difícilmente adivinable. Si no imposible. Si la antigua locomotora diésel, que tiende a averiarse con frecuencia, sufre algún percance o necesita alguna pieza de repuesto, la travesía puede alargarse hasta más allá de las 18 horas. Por ello no es de extrañar que los conductores y mecánicos con más experiencia viajen en el tren para intentar prevenir posibles contratiempos.


El tren, que sin ninguna duda ha visto mejores días, cuenta en la actualidad con dos clases: la primera, ocupada en su mayoría por turistas y que guarda todavía cierto toque colonial, con asientos de madera -uno por persona-, portaequipajes de hierro forjado y varios cuadros con fotos antiguas en las paredes; y la segunda, en la que los locales, cargados casi siempre con canastos de frutas y alguna que otra gallina en su correspondiente jaula, se entremezclan, casi hacinados, con algún turista curioso y ávido de aventuras. Existe también una tercera ‘clase’; y es que por un módico precio uno puede adquirir un baratísimo espacio en el vagón para mercancías.


Este espectacular viaje, que va “mora-mora” (despacio, despacio), como dicen en Madagascar, cuesta 40.000 ariary (unos 11 dólares) en primera clase -se necesita hacer reserva-, sitio casi exclusivo para los ‘vazahas’, término con el que denominan a los extranjeros blancos, y para los malgaches adinerados; y sólo 16.000 ariary (4,5 dólares) si uno se anima a viajar en segunda clase.


Como era de esperar, la salida del expreso se demora sin razón aparente. Mientras los turistas, ya sentados en sus correspondientes asientos de madera asoman la cabeza por las ventanillas a la espera de que el tren eche a andar, muchos de los locales siguen charlando, fumando y tomándose un café tranquilos en el andén aparentemente ajenos a que la hora de partida se ha superado ampliamente. Después de cerca de treinta minutos de espera, uno de los revisores avisa que todo está en orden y que el tren está por salir. La vieja locomotora echa un silbido no mucho más tarde y, por fin, comienza a andar tímidamente.


Tras dejar atrás la caótica Fianarantsoa, el tren atraviesa decenas de campos de arroz y plantaciones de té y de plátanos y un sinnúmero de pequeñas aldeas, hasta que se adentra en la tupida selva tropical. A través de las ventanas, siempre abiertas, el viajero, fascinado por el rápido cambio de paisaje, ve como quedan atrás los campos y las terrazas sembradas y la niebla empieza a hacer acto de presencia entre los gigantescos árboles de copas desmelenadas que apenas dejan entrever la luz del sol.


El tren serpentea a través de las montañas escarpadas del altiplano, cruza 48 túneles, 67 puentes y hasta cuatro viaductos; uno de ellos, el más espectacular, cerca a la localidad de Ankeba, tiene 40 metros de altura y mira desde arriba a un mar de arrozales. El tren circula con su movimiento constante, pero brusco, entre la niebla y la frondosa vegetación, y cuando parece que, por fin, va a alcanzar cierta velocidad de crucero se detiene en otra de las tantas estaciones que hay en camino: hasta 18.


Este ferrocarril contra la prisa es el único contacto con el mundo exterior que tienen muchos de los pueblos que hay perdidos en la jungla de la isla y la única fuente de ingresos para muchas de sus familias.


De carné de cebú a pescado fresco: la comida cambia con el paisaje


Las estaciones son parada obligada para los locales y para los vazahas, que echan pie a tierra cada vez que pueden y son rápidamente asediados por decenas de vendedores ambulantes de joyas y comida, con suculentos platos de samosas, pinchos de pollo, buñuelos, pescado seco, pimienta negra y rosa, litchis, piñas y mangos, y por hordas de niños sonrientes que buscan desesperadamente a los turistas para hacerse fotos con ellos (y, de paso, sacar algún ariary).


El tiempo de duración en cada parada está muy por encima de los tres o cuatro minutos de media de cualquier tren en Europa, y está marcado, salvo avería, por la cantidad de sacos de arroz y racimos de plátanos, entre otras tantas cosas, que hay que cargar, y por los vagones que hay que quitar y poner. No es raro que el expreso malgache apague el motor y ‘descanse’ entre 30 minutos y dos horas en cada alto en el camino; hasta que el conductor considera que la operación de carga en los vagones de mercancías ha terminado y, con un fuerte silbido, indica a todo los pasajeros que es el momento de subir a bordo de nuevo y reiniciar la marcha.



El paisaje vuelve a cambiar radicalmente pasado el pueblo de Fenomby, a unos 100 kilómetros del punto de partida: desaparecen las montañas, las temperaturas se elevan y regresa el calor y aparecen de nuevo los interminables arrozales y las palmeras. No es lo único que cambia. La gastronomía ambulante también es diferente: a medida que el tren va acercándose al océano Índico, los vendedores dejan de ofrecer en sus bandejas la carne de cebú recién hecha, el arroz y los platos con pescado seco para dejar sitio a las bandejas con cangrejos, camarones y pescado fresco.


A estas alturas ya ha caído la noche y el viaje se hace algo más pesado: casi desaparecida la luz del sol, apenas se ve lo que hay más allá de los cristales de las ventanas, y en las paradas sólo los vendedores con linternas que suben, o a los que se alumbra con las luces de los móviles, alternan ligeramente el paisaje.


Las últimas horas del viaje, que ha sobrepasado con creces el tiempo estimado inicial, se le hacen más largas a los turistas, quienes, ilusos de ellos, contaban con llegar a Manakara a primera hora de la noche y habían olvidado por completo que en Madagascar, y más concretamente en este tren, el tiempo es relativo.


La noche es cerrada y no se ve el mar, pero empieza a olerse y sentirse. En ese momento comienza la barahúnda mientras los locales se ponen de pie y agarran sus maletas y bártulos -gallinas incluidas- a toda prisa para evitar los atascos de salida del tren. Los vazahas, aliviados algunos y resignados otros tantos al ver que el viaje ya toca su fin, imitan a sus colegas y hacen lo propio con su equipaje. El expreso comienza a reducir la velocidad al tiempo, que de lejos, se empieza a ver la silueta de la estación y de las palmeras. Tras el caos y el tumulto inicial generado por el desembarco en Manakara, los turistas van abandonando la estación mientras decenas de conductores de tuk-tuk o pousse-pousse esperan y se abalanzan ansiosos sobre los exhaustos vazahas para llevarlos a sus hoteles.


El tren descansará ahora unas horas en la costa antes de ponerse en marcha el domingo -salidas de Manakara a Fianarantsoa los miércoles y domingos a las 7:00 de la mañana, en teoría- de vuelta hacia el altiplano. La parafernalia es la misma, la experiencia en el viaje siempre diferente.



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